Vale, hablemos de Donkey Kong, ese juegazo clásico que básicamente es la madre de todos los platformers. La premisa es sencilla pero eficaz: un gorila gigante (sí, el mismísimo Donkey Kong) secuestra a la pobre Pauline, y tú, como Mario, el carpintero más intrépido del pixelado barrio, debes rescatarla. Todo un culebrón ochentero en forma de videojuego, con la típica historia del bien contra el mal que, aunque simple, engancha más que maratonear memes en Twitter el domingo por la tarde.
Lo que me fascinó la primera vez que lo jugué —y ojo que fue hace años, una hora muerta en casa de un amigo— fue lo adictivo que es esquivar esos malditos barriles y las bolas de fuego que Donkey Kong lanza sin misericordia. Y es que la gracia del juego está en la combinación de plataformas, escaleras y una mecánica de salto que, aunque parece básica, te deja sudando la gota gorda cuando la dificultad se dispara. ¿El control? Súper intuitivo: un joystick para mover a Mario y un botón para saltar, lo que lo hace amigable para novatos pero sigue requerimiento reflejos de ninja para los veteranos. Sinceramente, es uno de esos juegos donde el timing lo es todo —un fallo y se acabó la partida— y eso le da ese puntito de adrenalina que te hace decir “una más y corto”... aunque siempre caes en el mismo loop.
Al principio pensaba que era un juego un poco “cutre” comparado con los bombazos modernos tipo Fortnite o Elden Ring, pero en general creo que Donkey Kong tiene un carisma que no muere. No es solo un juego: es un viaje al pasado de los videojuegos, a esa época donde todo era más sencillo pero igual de intenso. Además, la forma en que cada barril tiene patrones diferentes me parece una genialidad para mantener la emoción alta y que no puedas dormitar en la partida.
Por cierto, la música y sonidos, tan pixelados como nostálgicos, te meten en el mood como pocos lo consiguen hoy en día. Además, si alguna vez has compartido partida con un colega (¡esa competición por quién llega más lejos!) sabes que es ahí cuando Donkey Kong se convierte en una experiencia social brutal. No sé si fue idea mía o del diseñador, pero esa mezcla de desafío, historia y controles simplones (pero desafiantes) hacen que este clásico no solo sea historia, sino un desafío atemporal que me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que lo juego... ¿Quién dijo que rescatar a una princesa tenía que ser aburrido?